Juan Laffiite
Insigne y heroico comandante de las armas nacionales, natural de Marmolejos, sección rural de la antigua común de Blanco, hoy Luperón. Su padre se llamaba Juan Francisco Laffite y su madre, María del Carmen Nouesít. Usó preferentemente el apellido materno, que el habla de la gente y el uso vulgar lo modificó para convertirlo en Nouesí o Nouezí como lo emplean hoy los descendientes de Laffite. Fue oficial en las campañas de la Independencia. Cuando la anexión fue impuesta por Santana y sus secuaces, le sirvió al nuevo orden en el cargo de Capitán Pedáneo en su comarca. Prestigioso, adinerado, reconocido por su don de mando y su valor. Fue de los primeros en sumarse a la Guerra Patria, con sus tropas compuestas por campesinos reclutados en la zona oeste de Puerto Plata, denominados Los Rancheros, que ganaron celebridad por su inagotable resistencia y su valor insuperable, especialmente en las acciones al arma blanca. Al frente de sus Rancheros, y en coordinación táctica con Gregorio de Lora y otros comandantes, dirigió el ataque a los españoles en Puerto Plata el 27 de agosto de 1863. Los españoles recibieron ingentes refuerzos llegados desde Cuba y Puerto Rico, gracias a lo cual mantuvieron el control de la ciudad y, en un vigoroso contra ataque, empujaron hacia los campos a los patriotas. Vino la dispersión momentánea, pero pudo recuperarse la voluntad de lucha, y Juan Nouesí y sus Rancheros se hicieron invencibles en sus campos de origen. La ciudad de Puerto Plata quedó en manos de los opresores, pero bajo el cerco de un cinturón de resistencia contra el cual nunca pudo el poderío material de los enemigos. En los días del sitio de Santiago, Nouesí y sus tropas causaron cuantiosas bajas mientras obstaculizaban el paso de los refuerzos enviados a esa ciudad desde Puerto Plata. Estaba en Santiago, en plena acción, el 6 de septiembre de 1863, día en que el general Gaspar Polanco ordenó el ataque a fondo a la fortaleza San Luis, último reducto de los españoles, y se produjo el incendio de la ciudad. Nouesí volvió enseguida a su región, a combinar acciones con las fuerzas de otros jefes como Francisco Reyes Marión, Pedro Gregorio Martínez y Gregorio de Lora. Así, se volvió más penosa la marcha en derrota de los españoles de Santiago a Puerto Plata. Caminos bloqueados con piedras y árboles, zanjas abiertas en riesgosos desfiladeros, fuego graneado y ataques por sorpresa en los pasos más difíciles, furiosas acometidas al arma blanca en puntos insospechados, convirtieron aquella retirada española en uno de los episodios más extenuantes para los invasores. Desorientados, entorpecido en su marcha por familias enteras de nativos españolizados que marchaban con ellos, y por otras familias que los españoles se llevaron a la fuerza como rehenes. A todo esto se agregaba el problema que representaban los heridos llevados en literas. Aquellas tropas no atinaban a salir de la sorpresa y la confusión al ver vencido el mito de su pretendida superioridad racial y destruida su equivocada creencia de que, por su poder material, su profesionalidad y su experiencia en numerosas guerras de conquista, no podían en modo alguno ser vencidas, mucho menos por combatientes mal armados, hijos de un pueblo que en el prejuicio racial de los colonialistas, era considerado como inferior. Un ejemplo de la angustia a que la acción de los dominicanos condenó a los invasores, lo ofrece un pasaje acontecido a la avanzada que comandaba Juan Suero en la retirada a Puerto Plata. Narra la historia que al llegar a Llano de Pérez, Suero ordenó hacer un alto y tomar respiro en la quietud aparente de la casa de campo y de las enramadas que él tenía en ese lugar. Y que no bien empezaban a acomodar las mujeres y los heridos, cuando una nube de humo empezó a atormentarlos y el fuego empezó a cercarlo, porque el jefe restaurador y sus guerrillas de Rancheros, le habían pegado fuego a los cañaverales cercanos y el incendio, alimentado por el ardiente sol y la brisa que soplaba en abundancia, amenazaba a la asediada caravana. Muy a su pesar, Suero y su acosada comitiva, tuvieron que seguir la dolorosa marcha. El 26 de enero de 1864 estaba en Altamira y fue llamado por el gobierno; el 9 de febrero siguiente se le designó Comandante de Armas de Santiago. Veinte días después hasta el gobierno llegaron informes de una amenaza de desembarco por La Isabela y el Rafael Chaljub Mejía a los de los numerosos dominicanos que luchaban contra Báez y sus proyectos anexionistas de ese entonces. Vuelto al ambiente de su casa y sus posesiones en Marmolejos, vivió el retiro de los últimos años y murió allí el 29 de octubre de 1881. Su descendencia ha seguido poblando los campos y las ciudades de la provincia de Puerto Plata, donde una calle designada con el nombre de Juan Laffite, le rinde honor a este gallardo y legendario general de nuestras guerras de Independencia.