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Fernando Arturo de Meriño es una de las más gallardas figuras de la vida política de la República; vistió desde joven los hábitos religiosos. Patriota, gloria del clero católico y el más grande orador de nuestro país.
Fernando Arturo de Meriño nació en el paraje de Antoncí, cerca de la ciudad de Santo Domingo, el 9 de enero de 1833. Criado en el poblado de San Carlos, ingresó al Seminario Conciliar en 1848; ordenado sacerdote el 24 de abril de 1856, cantó su primera misa el 3 de mayo de ese año. Fue asignado a la parroquia de Neyba, siendo apresado durante la revolución de 1857 y llevado a presencia de Pedro Santana quien ordenó su libertad. El bisoño sacerdote cayó en gracia al General quien lo destiné a la parroquia de San Cristóbal, haciendo uso de su autoridad como jefe militar de la revolución triunfante contra Buenaventura Báez.
Vida Política
Comenzó entonces la carrera política del «padrecito» como llamaba Santana a Fernando de Meriño. Fue diputado a la Asamblea Constituyente de Moca que redactó la Constitución progresista de entonces, expresión política de las fuerzas sociales del Cibao Central. Bajo la protección de Santana, para 1858, Meriño estaba al frente de la Catedral y del Seminario de la ciudad de Santo Domingo. La muerte del Arzobispo Portes y, más tarde, la del padre Gaspar Hernández, afrieron el camino para la jefatura eclesiástica de Meriño, a lo que se sumé la militancia baecista de otros sacerdotes que fueron rechazados por Santana, Presidente de la República. El 25 de febrero de 1859, a los 26 años de edad, tres años después de haber sido ordenado sacerdote, llegó el talentoso y despierto «padrecito», a la jefatura de la Iglesia Católica en la República Dominicana. Dos años después, a los 28, en marzo de 1861, el Papa lo nombró Administrador Apostólico de la Diócesis de Santo Domingo.
Para entonces sus relaciones con el líder hatero habían hecho crisis a consecuencia de su oposición al proyecto de La Anexión a España. El 27 de febrero había pronunciado un enérgico y emotivo discurso que tuvo como título «El egoísmo» tratando de convencer al Presidente del grave error de sus intenciones.
Consumada la Anexión el 18 de marzo de 1861, la actitud valiente del elocuente sacerdote se manifestó desde el púlpito con mayor claridad y dureza. La ojeriza de Santana lo obligó a abandonar el país en abril de 1862. Se trasladó a España e inmediatamente después regresó a Puerto Rico. Más adelante estuvo en Venezuela y luego en Cuba. En todos los lugares que permaneció durante su exilio, escribió denunciando y combatió la venta de la soberanía de su patria, consumada por un grupo que no tenía fe en el destino de la nación. [Restaurada la República, regresó en el mismo año de 1865 y fue electo Presidente de la Asamblea Constituyente. Su militancia como defensor de la soberanía nacional había templado su carácter de hombre público. De tez blanca, de buena estatura, corpulento, mirada firme y severa, su figura impresionaba cuando hacía uso de la palabra.
La elección de Buenaventura Báez para la presidencia de la República consternó a los hombres de La Restauración. Meriño, entre ellos, no guardó silencio y frente al oportunista que había vestido el uniforme de Mariscal de Campo del Ejército Español, durante los primeros años de la traición, pronunció su famoso discurso del 8 de diciembre de 1865 que en su segundo párrafo, a manera de crítica severa y directa, dice: ¡Profundos e inescrutables secretos de la providencia...! Mientras vagabais por playas extranjeras, extraño a los grandes acontecimientos verificados en vuestra patria, cuando parecía que estabais más alejado del solio y que el poder supremo sería confiado a la diestra victoriosa de alguno de los adalides de la independencia.., tienen lugar en este país sucesos extraordinarios... ¡ Vuestra estrella se levanta sobre los horizontes de la República y se os llama a ocupar la silla de la primera magistratura. Tan inesperado acontecimiento tiene aún atónitos a muchos que lo contemplan...!
Pero Meriño no se conformó con señalar la conducta oportunista de Báez y el amargo dolor de los patriotas por su presencia en la presidencia de la República. En ese mismo discurso con el sonido viril y hermoso de sus palabras, esbozó lo que debía ser un gobierno apropiado para el pueblo dominicano de entonces. Señaló que Gobernar un país, vos lo sabéis, ciudadano Presidente, es servir sus intereses con rectitud y fidelidad, hacer que la ley impere igualmente sobre todos los ciudadanos, no disimulando jamás la impunidad del crimen, ni consintiendo el ultraje de la virtud; infundir un respeto profundo a la propiedad, afianzando el amoral trabajo con todas las garantías posibles; favorecer la difusión de las ciencias para que el pueblo se ilustre, y conociendo sus deberes y derechos, no dé cabida a las perniciosas influencias de los enemigos del orden y de la prosperidad; cimentar en bases sólidas la paz interior y exterior para facilitar el ensanche del comercio, de la industria y de todos los elementos de público bienestar; esforzarse, en fin, en que la moralidad, que es savia de vida de todas las instituciones, eche hondas raíces en el corazón de los ciudadanos, para que de este modo el progreso sea una verdad, y se ame la paz, y se respeten las leyes y las autoridades, y la libertad se mantenga en el orden.
Todavía están vigentes los elementos fundamentales de ese esquema de un gobierno patriótico que tanta falta hace a la República. Pero Meriño fue más lejos en su histórica admonición cuando dijo, en su parte final: Los buenos patriotas, los hombres de principios, los ciudadanos todos que desean y son los únicos que pueden dar estabilidad al poder están siempre dispuestos a prestar sus servicios a los gobiernos progresistas y liberales, a los gobiernos verdaderamente nacionales. Ellos sólo les niegan su apoyo y le dejan a merced de sus contrarios, cuando les ven posponer los interés es públicos a los privados, cuando comprenden que el despotismo ha ahuyentado la justicia del solio del poder cuando, en fin, en vez del mandatario elegido para labrar la felicidad del pueblo, se descubre en la silla presidencial al tirano sanguinario, al inepto y perjudicial gobernante, o al especulador audaz que amontona colosal fortuna, usurpando las riquezas que el pueblo le confiara para que le diese paz, libertad y progreso. Como consecuencia de ese discurso, Meriño se vio obligado a abandonar por segunda vez el territorio nacional.
A partir de entonces, su destino político quedó íntimamente ligado al sector restaurador que, encabezado por Gregorio Luperón, comenzaba a representar los ideales republicanos más progresistas de la nación. Para 1868 al iniciarse la Guerra de Los Seis Años contra el gobierno encabezado por Báez, Meriño alentó a los patriotas e hizo intentos de sumarse a ellos por la frontera del Sur. Luego se dirigió a Venezuela y se estableció en la ciudad de Barcelona, capital del estado de Anzoátegui, donde formó parte de su legislatura la cual llegó a presidir. Derrocado el gobierno de Báez, en 1874, regresó al país en 1875. Para entonces Meriño era una importante figura de la vida política nacional y el más distinguido y respetado de los miembros del alero dominicano.
Para 1879 ejerció su ministerio como párroco de Puerto Plata lugar donde estaba establecido el Gobierno Provisional presidido por Gregorio Luperón. Meriño jugó allí un importante papel y fue escogido como candidato a la presidencia de la República para las elecciones de 1880. Elegido Presidente tomó posesión el 10 de septiembre de ese año y gobernó al país hasta eh0 de septiembre de 1882. Aunque enérgico y severo frente a los brotes de insurrección y anarquía el gobierno de Meriño, inspirado en los ideales republicanos de los restauradores, fue una administración ejemplar que auspició el progreso y el desarrollo de la nación. Siendo Presidente acogió a Eugenio María de Hostos, fundador de la escuela laica dominicana, con quien mantuvo recíprocas y afectuosas relaciones durante todo el tiempo. A diferencia del padre Billini que primero censuró y combatió a Hostos, y luego lo apreció, Meriño como sacerdote y político observó, para su honor y gloria, una conducta en la cual primaron siempre los intereses de la patria.
Hostos fue uno de los más entusiastas promotores del gran movimiento nacional que pidió a las autoridades de la Iglesia Católica el arzobispado para Meriño. Más sin embargo, era opuesto a que Meriño asumiera la dirección del Instituto Profesional, que era entonces nuestra universidad, porque Hostos mantenía su criterio de que la educación debía ser laica. Pero bajo la dirección de Meriño, el Instituto adquirió autoridad y prestigio y amplió sus actividades positivamente. El 16 de julio de 1885 fue designado Arzobispo y consagrado en Roma. Al conocerse la noticia en el país, todos los sectores nacionales lo celebraron con manifestaciones de júbilo. Las muestras de alegría y satisfacción que se dieron, no tienen igual ni antes ni después en relación con hechos similares.
Como sacerdote ha sido la más grande figura del clero dominicano. Como político y orador escaló los más altos lugares en la historia del país. Fue Presidente de la República y está reputado el más grande orador de la vida nacional. Su lenguaje directo, rico, profundo y armonioso, exento de adjetivos y figuras insultantes o irrespetuosas, sirve de ejemplo para aquellos que hacen vida pública. Desposeído de soberbia fue, como servidor de Dios, un hombre terrenal, no exento de pecados, que la profundidad de nuestra historia han minimizado de manera tal que nadie los recuerda. Rufino Martínez, así lo ratifica cuando dice: Todas las manifestaciones de su individualidad, aún las erradas fueron sinceras, y las animó un propósito de mejoramiento social. Sentía un entrañable amor por todas las cosas propiamente dominicanas. Como político y pastor espiritual de los dominicanos, Fernando de Meriño ha sido inigualable.