Héctor Incháustegui Cabral
Nació en Baní el 25 de julio de 1912, en la región que sería el centro de sus incursiones poéticas primeras, extrayendo de ella los temas que habrían de constituir el cuerpo principal de su poesía, el vivero de seres humanos y de experiencias que culminarían en un concepto emocional trascendente. Partiendo de Candita, libro de juventud que aún permanece inédito, dedicado a su esposa, y en el que apuntan tímidamente sus primeras experiencias, llegamos hasta lo que es su verdadera obra inicial de importancia: Poema de una sola angustia. Aquí lo vemos irrumpir en la poesía dominicana con acentos vigorosos, haciendo entrega de una obra realista de acentuada protesta social, a la que incorpora el tema de la Patria paupérrima y doliente, la suerte de la muchacha rural, las faenas de los hombres humildes y las desigualdades sociales, unidos al paisaje y a la aridez del Sur nativo. Según sus propias palabras, se considera un "hosco guaraguao materialista", ya que la realidad se le mete por las pupilas adentrándosele en la mente y en el corazón con sus figuras descarnadas y una naturaleza reseca donde imperan paisajes de piedra y de guazábaras bajo las inclemencias del sol.
Se convierte así el poeta en símbolo de su tierra atormentada, de personajes que no siempre hallan la justicia necesaria, como esa muchacha del camino expuesta a un destino incierto. Incháustegui Cabral aborda más tarde los temas metafísicos, incluyendo el amor al que canta, no como nuestros poetas románticos, sino con una grandeza existencial hasta entonces desconocida en nuestra lírica. Ejemplos de este momento crucial de su producción son sus "Tres preocupaciones". Después de recoger diez años de su poesía en Versos, aborda el gran poema narrativo en Muerte en "El Edén", donde el paisaje banilejo se le convierte en asiento del mito griego de Edipo, ensayo éste con el que dejaba muy atrás los intentos, ya historicistas, ya melodramáticos, de Félix María Del Monte y Valentín Giró. La fricción entre la realidad y la poesía que se desarrolla en el alma del poeta hace crisis entonces, "Donde terminan los caminos", en medio de un vacío y soledad tales que le obligan a ampararse en la búsqueda de Dios y lo metafísico. Es una época de gran densidad cultural que deja huellas profundas en el poeta, quien reincide en los símbolos de la tragedia griega en busca de significaciones nuevas y nuevos puntos de apoyo. Comienza así su producción teatral (Prometeo, Filoctetes, Hipólito). Las interrogantes subsisten, sin embargo. Y esta sostenida angustia da al poeta la posibilidad de profundos y sinceros aciertos líricos, lo que debería desembocar, gracias a la revolución de abril de 1965, en el libro testimonial honesto, pese a que muchos lo consideran contradictorio, dados sus compromisos en la política de entonces. Sin embargo, el humanismo del poeta, unido a la amplitud de su cultura, le permiten interpretar los hechos con un dramatismo estremecedor en el que no hay vencedores ni vencidos y en el que los territorios muestran su solidaridad por encima de las alambradas. Estamos ante un libro original que sólo este poeta podía acometer.
Héctor Incháustegui Cabral es uno de nuestros poetas de más extensa y continuada labor. Se destaca también como crítico literario, habiendo estudiado a nuestros poetas contemporáneos a la luz del sicoanálisis, según puede verse en su gran libro de ensayos titulado De literatura dominicana siglo XX, en el que se acometen valoraciones de los poetas de una nueva generación, como Manuel Rueda ("La criatura terrestre"), Lupo Hernández Rueda ("El pez rojo"), Máximo Avilés Blonda ("San Juan Bautista"), todos vistos a través de las teorías del trauma de nacimiento sustentadas por Otto Rang.
A su labor como prosista pueden acreditarse libros como Casi de ayer, El pozo muerto, Escritores y artistas dominicanos, una novela de sus inicios, publicada tardíamente en 1984, La sombra del tamarindo, cuentos aparecidos en revistas y numerosos artículos periodísticos. Fue co‑director de los Cuadernos Dominicanos de Cultura (1943‑1952), conjuntamente con Tomás Hernández Franco, Pedro René Contín Aybar, Rafael Díaz Niese y Emilio Rodríguez Demorizi. En sus años de juventud trabajó como periodista, llegando a desempeñar funciones tan importantes como la de Jefe de Redacción y Editorialista del Listín Diario y de La Nación, y Director del diario La Opinión. Luego ingresó al servicio diplomático, habiendo desempeñado el cargo de Embajador en México, Venezuela, Ecuador, El Salvador y Brasil, país este donde escribió un libro de sondeos lingüísticos titulado Por Copacabana buscando, en el que su oído se abre a los metros clásicos, en especial al octosílabo romanceado, donde se le ve perseguir las acentuaciones métricas y las consonancias de la rima. Formó parte de la Comisión que preparó la Antología de la literatura dominicana (prosa y verso), publicada en 1944 con motivo del Primer Centenario de la República. Fue miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente a la Española.
Trabajó en la Facultad de Humanidades de la Universidad Católica Madre y Maestra, de Santiago de los Caballeros, donde dirigió su Comité de Publicaciones. Profesor emérito y escritor residente de esta misma universidad. Murió en Santo Domingo el 5 de septiembre de 1979.