Diferencia entre revisiones de «Hay un País en el mundo»

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Revisión del 01:23 14 may 2015

Pedro Mir, Poeta Nacional

Hay un país en el mundo colocado en el mismo trayecto del sol,

Oriundo de la noche.

Colocado en un inverosímil archipiélago de azúcar y de alcohol. Sencillamente liviano, como un ala de murciélago apoyado en la brisa.

Sencillamente claro,

como el rastro del beso en las solteras antiguas o el día en los tejados.

Sencillamente

Frutal. Fluvial. Y material. Y sin embargo sencillamente tórrido y pateado como una adolescente en las caderas. Sencillamente triste y oprimido. Sinceramente agreste y despoblado.

En verdad. Con dos millones suma de la vida y entre tanto cuatro cordilleras cardinales y una inmensa bahía y otra inmensa bahía, tres penínsulas con islas adyacentes

y un asombro de ríos verticales

y tierra bajo los árboles y tierra bajo los ríos y en la falta del monte y al pie de la colina y detrás del horizonte y tierra desde el cantío de los gallos y tierra bajo el galope de los caballos y tierra sobre el día, bajo el mapa, alrededor y debajo de todas las huellas y en medio el amor.

Entonces es lo que he declarado.

Hay  un país en el mundo
sencillamente agreste y despoblado.
 

Algún amor creerá que en este fluvial país en que la tierra brota, y se derrama y cruje como una vena rota, donde el día tiene su triunfo verdadero, irán los campesinos con asombro y apero a cultivar cantando su franja propietaria.

Este amor
quebrará su inocencia solitaria.

Pero no.

Y creerá que en medio de esta tierra recrecida, donde quiera, donde ruedan montañas por los valles como frescas monedas azules, donde duerme un bosque en cada flor y en cada flor de la vida, irán los campesinos por la loma dormida a gozar forcejeando con su propia cosecha.

Este amor
doblará su luminosa flecha.

Pero no.

Y creerá que donde el viento asalta el íntimo terrón y lo convierte en tropas de cumbres y praderas, donde cada colina parece un corazón, en cada campesino irán las primaveras cantando entre los surcos su propiedad. Este amor alcanzará su floreciente edad.

Pero no.

Hay un país en el mundo donde un campesino breve seco y agrio muere y muerde descalzo su polvo derruido, y la tierra no alcanza para bronca muerte. ¡Oídlo bien! No alcanza para quedar dormido. En un país pequeño y agredido. Sencillamente triste, triste y torvo, triste y acre. Ya lo dije sencillamente triste y oprimido. No es eso solamente. Faltan hombres para tanta tierra. Es decir, faltan hombres que desnuden la virgen cordillera y la hagan madre después de unas canciones. Madre de la hortaliza. Madre del pan. Madre del lienzo y del techo. Madre solícita y nocturna junto al lecho... Faltan hombres que arrodillen los árboles y entonces los alcen contra el sol y la distancia. Contra las leyes de la gravedad. Y les saquen reposo, rebeldía y claridad. Y los hombres que se acuesten con la arcilla y la dejen parida de paredes. Y los hombres que descifren los dioses de los ríos y los suban temblando entre las redes. Y hombres en la costa y en los fríos desfiladeros y en toda desolación. Es decir, faltan hombres. Y falta una canción.


Procedente del fondo de la noche vengo a hablar de un país. Precisamente pobre de población. Pero

           no es eso solamente.

Natural de la noche soy producto de un viaje. Dadme tiempo coraje para hacer la canción.


Pulmón de nido nivel de luna salud del oro guitarra abierta final de viaje donde una isla los campesinos no tienen tierra.

Decid al viento los apellidos de los ladrones y las cavernas y abrid los ojos donde un desastre los campesinos no tienen tierra. El aire brusco de un breve puño que se detiene junto a una piedra abre una herida donde unos ojos los campesinos no tienen tierra.

Los que la roban no tienen ángeles no tiene órbita entre las piernas no tiene sexo donde una patria los campesinos no tienen tierra.

No tienen paz entre las pestañas no tienen tierra no tienen tierra.

País inverosímil.

   Donde la tierra brota

y se derrama y cruje como una vena rota, donde alcanza la estatura del vértigo, donde las aves nadan o vuelan pero en el medio no hay más que tierra: los campesinos no tienen tierra. Y entonces ¿de dónde ha salido esta canción? ¿Cómo es posible? ¿Quién dice que entre la fina salud del oro los campesinos no tienen tierra? Esa es otra canción. Escuchad la canción deliciosa de los ingenios de azúcar y de alcohol.

Miro un brusco tropel de raíles son del ingenio sus soportes de verde aborigen son del ingenio y las mansas montañas de origen son del ingenio y la caña y la yerba y el mimbre son del ingenio y los muelles y el agua y el liquen son del ingenio y el camino y sus dos cicatrices son del ingenio y los pueblos pequeños y vírgenes son del ingenio y los brazos del hombre más simple son del ingenio y sus venas de joven calibre son del ingenio y los guardias con voz de fusiles son del ingenio y las manchas del plomo en las ingles son del ingenio y la furia y el odio sin límites son del ingenio y las leyes calladas y tristes son del ingenio y las culpas que no se redimen son del ingenio veinte veces lo digo y lo dije son del ingenio “nuestros campos de gloria repiten” son del ingenio en la sombra del ancla persisten son del ingenio aunque arrojen la carga del crimen lejos del puerto con la sangre y el sudor y el salitre son del ingenio.

Y éste es el resultado. El día luminoso regresando a través de los cristales del azúcar, primero se encuentra al labrador. En seguida al leñero y al picador de caña rodeado de sus hijos llenando la carreta.

Y al niño del guarapo y después al anciano sereno con el reloj, que lo mira con su muerte secreta, y a la joven temprana cosiéndose los párpados en el saco cien mil y al rastro del salario perdido entre las hojas del listero. Y al perfil sudoroso de los cargadores envueltos en su capa de músculos morenos. Y al albañil celeste colocando en el cielo el último ladrillo de la chimenea. Y al carpintero gris clavando el ataúd para la urgente muerte, cuando suena el silbato, blanco y definitivo, que el reposo contiene.

El día luminoso despierta en las espaldas de repente, corre entre los raíles, sube por las grúas, cae en los almacenes. En los patios, al pie de una lavandera, mojada en las canciones, cruje y rejuvenece. En las calles se queja en el pregón. Apenas su pie despunta desgarra los pesebres. Recorre las ciudades llenas de los abogados que no son más que placas y silencio, a los poetas que no son más que nieblas y silencio y a los jueces silenciosos. Sube, salta, delira en las esquinas y el día luminoso se resuelve en un dólar inminente. ¡Un dólar! He aquí el resultado. Un borbotón de sangre. Silenciosa, terminante. Sangre herida en el viento Sangre en el efectivo producto de amargura. Este es un país que no merece el nombre de país. Sino de tumba, féretro, hueco o sepultura.

Es cierto que lo beso y que me besa y que su beso no sabe más que a sangre. Que día vendrá, oculto en la esperanza, con su canasta llena de iras implacables y rostros contraídos y puños y puñales. Pero tened cuidado. No es justo que el castigo caiga sobre todos. Busquemos los culpables. Y entonces caiga el peso infinito de los pueblos sobre los hombros de los culpables.


Y así palor de luna pasajeros despoblados y agrestes del rocío, van montañas y valles por el río camino de los puertos extranjeros.

Es verdad que en el tránsito del río, cordilleras de miel, desfiladeros de azúcar y cristales marineros disfrutan de un metálico albedrío, y que al pie del esfuerzo solidario aparece el instinto proletario. Pero ebrio de orégano y de anís y mártir de los tórridos paisajes hay un hombre de pie en los engranajes. Desterrado en su tierra. Y un país en el mundo, fragante, colocado en el mismo trayecto de la guerra. Traficante de tierras y sin tierra. Material. Matinal. Y desterrado.

Y así no puede ser. Desde la sierra procederá un rumor iluminado probablemente ronco y derramado. Probablemente en busca de la tierra. Traspasará los campos y el celeste

dominio desde el este hasta el oeste conmoviendo la última raíz y sacando los héroes de la tumba habrá sangre de nuevo en el país habrá sangre de nuevo en el país.

Y esta es mi última palabra. Quiero oírla. Quiero verla en cada puerta de religión, donde una mano abierta solicita un milagro del estero. Quiero ver su amargura necesaria donde el hombre y la res y el surco duermen y adelgazan los sueños en el germen de quietud que eterniza la plegaria.

Donde un ángel respira. Donde arde una suplica pálida y secreta y siguiendo el carril de la carreta un boyero se extingue con la tarde. Después

No quiero más que paz. Un nido

 de constructiva paz en cada palma

Y quizás a propósito del alma el enjambre de besos y el olvido.


  1. Pedro Mir